6 de septiembre de 2013

Daría mi brazo derecho




Cuando dije que daría mi brazo derecho por conseguir la plaza de administrativo en el ayuntamiento no pensaba que la providencia se lo tomaría tan al pie de la letra. Pero será mejor empezar por el principio.

Estaba por aquel entonces en el paro, mi último jefe me había despedido después de que me negara a seguir haciendo horas extra como una loca. Y es que tenía que negarme: no tenía vida personal, estaba cansada de una forma que no se recupera durmiendo, abotargada, confusa, convertida en una sombra de mí misma incapaz de reír y mis amigos ya me venían diciendo que debía cambiar de trabajo. Las cosas se precipitaron cuando un día mi jefe me cogió de especial mal humor y me exigió justo a las tres que me quedara hasta las nueve.

̶  ¿Se cree que me puede decir esto justo ahora que salgo para comer? ¿Es que piensa que yo no tengo más vida, más planes que estar aquí currando? ¿Es que yo no puedo organizar nada en mi vida que no acabe chafado por este trabajo de mierda?

Y nada, al día siguiente al llegar a mi mesa, tenía la carta de despido. Aún seguimos a vueltas con que si era procedente que si no. Ahí andamos.

El caso es que viéndome así y al pasar un par de meses yendo de una entrevista a otra y sin conseguir otro empleo, Marcos, mi pareja, me recomendó que estudiara unas oposiciones. Había unas para administrativo en el ayuntamiento y me las preparé. Tres meses de no dormir apenas y hartarme de estudiar y nada, al final no aprobé y le dieron la plaza a un cuñado de no sé quién.

Qué lloreras, qué malos ratos. El paro que se acababa, yo sin trabajo. ¿Cómo íbamos a apañárnoslas con las facturas? ¿Qué iba a hacer si no encontraba nada? Vamos, que me comía la incertidumbre y claro, es una frase hecha esa: «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Y uno la dice sin pensar que está diciendo, sin pensar que cuando los dioses quieren castigarnos cumplen nuestros deseos.

El cuñado de no sé quién consiguió algo mejor en la capital y la plaza se quedó libre. Llamaron al siguiente en la lista de aprobados y resultó que había emigrado a Irlanda y que ya se quedaba allí. El siguiente tenía plaza en otro ayuntamiento. Y me llamaron a mí, que me quedé enganchada al teléfono un rato, conmocionada, sobrepasada, feliz, eufórica, dudando si había pensado que respondía que sí o si realmente lo había dicho.

Y mi primer día de trabajo. Sonriente de oreja a oreja, presentándome a los compañeros. Ocupando mi nueva mesa, probando la silla que me acogería a partir de entonces siete horas diarias durante los trescientos sesenta y cinco días del año menos los veinticuatro de vacaciones, ocho de asuntos propios y fines de semana.

Y tecleaba feliz uno de mis primeros informes cuando mi mano derecha empezó a demostrar ese criterio propio con el que me viene torturando. Que yo quería escribir «consuetudinario» y me salía «cisentudoaro», que si quería escribir «saludos cordiales» y acababa por poner «samudis cordanes». Vamos un desastre. Y yo pensé que eran los nervios del primer día, que el café estaba demasiado cargado aquella mañana, pero, qué va, el problema no remitía.

En el coche quería meter cuarta y la mano decidía que segunda. Cuando quería coger las llaves del piso no había forma de convencer a mi mano que parecía decidida a que nos quedáramos en la calle. Marcos me abrió y el pobre se llevó una bofetada. Qué podía hacer yo si mi mano ya no respondía a mi voluntad, si se había establecido por cuenta ajena. Pobre Marcos que creyó que me estaba volviendo loca y quizá lo crea aún un poco, pero está más tranquilo, porque yo estoy bien, es mi mano la que no atiende a razones.

Le hablo a mi mano, le explico, le digo que hagamos las paces. Y luego siempre recuerdo mi sentencia «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Que casi que preferiría yo volverme al paro y a la incertidumbre. Bueno, no, en realidad no, estoy aprendiendo a convivir con esto, malamente pero aprendiendo. Hemos establecido un pacto de no agresión y ella no importuna si yo no la molesto. He aprendido poco a poco a hacer todas las cosas con la mano izquierda y a ignorarla. Ella hace su vida y mientras estoy en el despacho se dedica a juguetear con los bolígrafos, a hacer pelotillas de papel y encestarlas en la papelera, a retorcer el alambre de los clips. Al menos se vuelve comedida cuando hay gente delante, que le tengo dicho que si yo me quedo sin trabajo, me muero de hambre y a ver qué hace ella sin mí.

Pero es que a veces se vuelve rebelde y se pasa de la raya. Y si no a ver cómo ha sido lo de que mi nuevo jefe me pidiera un informe y el brazo se me alargara hasta justo enfrente de su cara y yo asistiera atónita al despliegue desafiante de mi dedo corazón. Que yo le he explicado que tengo un problema con mi mano, pero no me cree. Es que me van a expedientar como no consiga controlarla un poco.

Y he probado a inmovilizarla con vendas pero se dedica a golpearme hasta que la suelto. He tratado de agarrarla entre las rodillas pero me pellizca y tengo que acabar por soltarla.

Vamos, que no hago carrera de ella y no podemos seguir así. Y si dije aquello y resulta que hay que pagar, pues habrá que hacerse a la idea y a lo hecho pecho. No quiero ni pensar qué podría haber pasado si hubiera lanzado un desafío aún peor.

Y por todo esto que le cuento, doctor, es por lo que quiero que me amputen el brazo. Y usted dice que eso es que tengo una lesión cerebral pero ya ve que no la encuentra. Que le digo yo que todo esto es por lo de la plaza del ayuntamiento. Y si no, con la falta que me hace que usted le dé el visto bueno a la operación, a cuento de qué iba a estar yo golpeándole con el cenicero.

2 comentarios:

Pedro Sánchez Negreira dijo...

:)))

Me has arrancado una buenas risas de tarde de viernes, Rosita.

¡Qué bueno!

Un abrazo,

Rosita Fraguel dijo...

JAJA Gracias Pedro. Me alegro mucho. Buena forma de empezar el finde entonces :D