8 de octubre de 2013

Técnicas de iluminación. Eloy Tizón.





Sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir. (72)


Y menos mal, porque leyendo a Eloy Tizón dan ganas de no volver a escribir jamás y tan sólo esperar atenta a sus siguientes palabras. Una de las lecturas más reveladoras de mi vida, han sido, sin duda, los cuentos de Eloy Tizón. Velocidad de los jardines, su primer libro de cuentos (¡que publicó con 28 años!), no es sólo un clásico sino una herramienta, un lugar de aprendizaje, un territorio por explorar. Tengo pendiente su siguiente libro de cuentos, Parpadeos, pero he dado un salto y he pasado directamente a Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) recién salido del horno sobre el que tendré oportunidad de, esta misma tarde, participar en una charla coloquio con el propio autor (^^)

Técnicas de iluminación es un libro inmenso, en el que se consolidan las claves de escritura de Tizón. Las diez piezas que lo integran me parece, no sólo que están en sintonía con su primera compilación de cuentos, sino que su escritura ha madurado. Sospecho (debería preguntárselo esta tarde si la timidez no me lo impide) que Tizón debe ser partícipe de esa sensación que declaran muchos escritores de estar escribiendo siempre la misma historia. Si la historia perfecta que el artista-escritor quiere contar se coloca en el centro de una espiral, el recorrido de Eloy Tizón lo acerca a ese centro perfecto y está tan cerca...

He hecho una lectura atenta y casi patológica de este libro. He desmontado sus cuentos sobre mi mesa y los he vuelto a montar: no ha sobrado ni una pieza. El propio autor legitima mi locura lectora «Uno sólo puede hacer algo bien obesionándose con ello» (77) A continuación, expongo las notas que he tomado tras este arrebato lector de lápices de colores y notas al margen.

Decir que Eloy Tizón adjetiva y usa las metáforas de forma muy personal es repetir algo que sus lectores sabemos ( al azar: «imperfección impecable» (77), «luz bipolar» (90), «olor subjuntivo» (112), «cielo parmesano» (132), «luces epilépticas, cadavéricas» (120)). Este tipo de adjetivación disociada es el objetivo de muchos escritores actuales pero lo realmente genial de este trabajo de asociación (llevado a veces casi a los binomios fantásticos de Rodari) es que cada adjetivo, cada metáfora, cada símil viene a alumbrar relaciones que son descubiertas y no inventadas, que el lector reconoce enseguida porque siempre estuvieron ahí y que se hacen obvias porque él las señala.

A menudo, se salpica el texto de comparaciones que renuevan la greguería al cambiar el humorismo por cierto tono de ironía o sarcasmo, pero que mantienen esa mirada lúdica que recuerda a Gómez de la Serna o a la obra fotográfica de Chema Madoz («una mecedora, esa silla altisonante que parece un homenaje a la duda» (16), «La nieve es la esquina sucia de las palabras» (16), «A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17), «Milagro es lo que acaba» (18), «Hoy en día están de moda los autores que parecen anuncios de detergentes» (19), «aviones, giraban sobre nosotros gigantescos crucifijos» (26), «La mano de la niña (…) sus dedos se movían dentro de la mía como pequeñas tijeras” (29), «telarañas (…) mosquiteros de seda» (31), «el trombón (…) viejo paquidermo» (31), «los nuevos barrios de rascacielos como pozos invertidos, hundiéndose hacia el cielo.» (34), «sus manitas ocres, difuntas, parecidas a huchas, sonándole dentro de los bolsillos» (51), «volar no tiene esquinas» (75), «las gafas (…) con sus patas de saltamontes metálico» (84), «La carretera era una cinta transportadora que desplaza hogueras» (90), «La caligrafía (…) una alambrada de pinchos en la que se enredan los ojos» (101), «Los pensamientos son peces» (107), «muñecas rusas (…) al colocarlas todas juntas en la repisa de la chimenea queda expuesta una decreciente hilera de fetos coloreados» (134)).

Tizón es un maestro de las enumeraciones aparentemente caóticas y en ellas nos sorprenden también relaciones internas que desvelan hallazgos asombrosos. Es capaz de trazar descripciones perfectas enumerando elementos, como un pintor impresionista que a grandes paletadas desvela un paisaje sobrecogedor: «¿Y si nos vamos a Portugal?, sugirió una de las chicas (…), de repente ante nosotros compareció un fragmento de pared con mosaicos de dibujos intrincados, un vaso de vinho verde, rumor de cascada en el claustro de un convento luminoso, un cielo atlántico, abierto al mar, gravemente herido de gaviotas y palmeras, garabateado a toda prisa por los trazos del cableado eléctrico de un tranvía que subía jadeando una rua tan angosta que era casi imposible, tantas cosas.»(98).

La ruptura de la sintaxis es otro elemento habitual de la escritura de Tizón. Este recurso, que es utilizado por otros autores (Lispector por ejemplo, o más clásicos, como Faulkner o Joyce,...), en Tizón y en el cuento, añaden un grado más de conmoción a sus textos: frases sin predicado, puntos por comas, saltos al monólogo interior y la oralidad («Pero espera, que ahora viene lo mejor» (123), «Ahora viene lo peor» (131), «¿la has visto?» (106), «¿Tú crees que ella volverá conmigo?» (106)...),... Todos son recursos sabiamente utilizados para estimular al lector que no tiene más que dejarse llevar: «Viajábamos expectantes, turnándonos para conducir el descapotable color mostaza prestado por el padre de Mario, y que se lo cuidásemos bien, y que no hiciésemos gamberradas, sobre todo no quería saber nada de arañazos ni rozaduras, ¿eh?, aquí están las llaves, relampaguearon un instante entre sus dedos, Rodrigo, Mario y Samuel, y los tres éramos amigos inseparables desde el jardín de infancia» (89)

Se alternan tiempos y personas verbales en muchos de los textos sin que ni una sola de estas transiciones llegue a desconcertar al lector: en «Nautilus» se entremezclan pasado, presente y futuro, ahondando en la idea del movimiento y acercando del estupor del protagonista. En «Manchas solares» se usa la primera persona y la segunda (como yo objetivado) y se acentúa así la visión que el protagonista trata de adivinar sobre sí mismo en los ojos de los demás.

Con toda esta pirotecnia formal cualquiera correría el riesgo de formar un pastiche en el que fuera imposible introducirse como lector y, sin embargo, todo este montaje matemático y preciso está cubierto de un estudiado desaliño cortazariano. Y se hace con tanta maestría que uno podría creer que es el autor y no uno de los personajes el que confiesa: «Escribo esto sin releer, a mi aire, con la punta del corazón ardiendo, dejándome arrastrar por el libre juego de la mente con las palabras» (143)

Del mismo modo, la significación interna de los cuentos se mantiene, se dosifica, se controla. Todo este andamiaje de recursos podría acabar por fragmentar qué se quiere contar, podría terminar por ahogar al autor y sin embargo, en todo momento hay dominio de la historia, se dosifica el suspense y la intriga con sabios adelantos de nombres propios, con pronombres desubicados que dan pistas sobre la aparición de nuevos personajes («Las zurraba sin ganas» (84)),... . Además, y esto me parece un rasgo específico de los cuentos de este libro (tendría que releer concienzudamente Velocidad de los jardines), se hace uso en muchas de las piezas del macguffin (importando el término de la narrativa audiovisual). Este recurso es evidente en «Ciudad Dormitorio» en forma de una caja que el jefe de la protagonista le pide que destruya, pero también son macguffins, más abstractos si se quiere, el beso en «Debería ser domingo», los nudillos rojos en «La calidad del aire» (transfiréndose a un huevo en este mismo cuento), la maleta y «la persona que no nos interesa» en «Los horarios cambiados».

En este libro maduran los grandes temas que Tizón adelantaba en su primer libro de cuentos: la vida, el cambio, el conflicto, como viaje, «adelante, siempre adelante» (leitmotiv galdosiano en el libro) o «en círculos», simbolizado una y otra vez en ferrocarriles (referenciados en la adjetivación y comparaciones o como parte de la acción como en «Ciudad Dormitorio»), en barcos («Manchas solares»), en ríos («Se cruzan ríos parecidos a locomotoras» (11)), e incluso en la escritura («A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17)). Incluso el paseo de «Merecía ser domingo» se convierte en un viaje de una vida entera.

Los diez cuentos de este libro giran en torno al viaje y por tanto en torno al transcurrir de la existencia: la maleta de «Los horarios cambiados» ilustra una vida de pareja que transcurre entre viajes, el viaje real y el imaginado por Dorothy en «Volver a Oz», el viaje, con regusto de iniciación, al pueblo donde se celebra la boda en «Alrededor de la boda» (la boda es otro viaje en sí misma, viaje dentro de un viaje como una matrioska: «un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértico o una caída» (95)), el viaje a un congreso en «Nautilus». Algunos personajes no se encuentran capaces de avanzar solos en la vida, necesitan un guía: Karina en «Manchas solares» o Usted en «El cielo en casa».

Pero todos estos viajes, estas vidas, para ser intensas, para ser auténticas, para ser conscientes de sí, requieren que estemos perdidos: «Perderse no es tan fácil. Requiere superar grandes obstáculos, huir de los lugares comunes, de los hábitos que nos cercan, esquivar escrupulosamente las caras conocidas de amistades y familiares para las que significamos algo y tenemos un pasado que nos narra» (55) Hay que deshacerse del reloj si se quiere hacer un alto reflexivo porque no tenerlo es perder la referencia, voluntaria o involuntariamente: el protagonista de «La calidad del aire» se deshace de su reloj, el de «Manchas solares» lo pierde cuando su mujer se marcha con los carillones de las paredes. La huida en «Merecía ser domingo» es otro acto voluntario de pérdida, pero no siempre funciona la voluntad, también cuenta la suerte: «Muchos habían tenido la misma idea que nosotros, aunque quizá menos suerte. En la carretera, nos recibió una caravana de coches abandonados, con todas las puertas abiertas y los cristales rotos, nadie en su interior.» (30)

Y en contraposición al viaje sólo queda la muerte que es la nieve (el agua inmóvil y donde muere Walser al que se dedica el primer cuento), la vida sedentaria del hombre evolucionado, del hombre socializado: «La tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso» (11). Porque hay que tener en cuenta siempre que «lo importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado, sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo, sin mirar atrás» (99)

En cuanto a los cuentos como unidades independientes sorprende en «Fotosíntesis” esa pseudobiografía de Robert Walser que nos hace caminar con él (tal como se anuncia al inicio). Seguimos a Walser en su nacimiento, en el descubrimiento del sexo y el amor, en su juventud como secretario y trabajador de la banca haciendo trabajos razonables («La vegetación simboliza el triunfo de la razón sobre el caos sanguinolento de la pasiones humanas.» (13)), los inicios como escritor en la «hora de comer», la aparición de la depresión y primera mirada a la muerte («Lo bueno de vestir la chaqueta del pijama debajo del traje de calle es que uno puede pasar la noche en cualquier lado, sobre cualquier superficie, dura o blanda, sin rendir cuentas a nadie. (…) Y tampoco es preciso contar con la presencia de una mecedora (…) Sobre todo para alguien que sabe que el suelo, la nieve entera, es su mejor mecedora» (15)). Llevamos la muerte bajo la ropa. La vida bohemia en Berlín, donde todos eran artistas y «daban ganas de hacerse revisor». El silencio de la escritura («Milagro es lo que acaba” (18)) y la vida en el sanatorio donde «Alguien parece estar llorando al otro lado; se escucha algún que otro gimoteov (18). Al fin, la narración de una vida completa: «Ve transcurrir a un niño entero, con todas sus estaciones» (19). Antes de apagarnos «nuestros pies han bordado un tapiz».

El silencio frente a la hiperestesia también es otra de las claves de la escritura de Tizón. En un acto proustiano (autor referido expresamente en su primer libro y también en éste (24)), el escritor se aisla del mundo en un silencio que le permite explorar todas las sensaciones acumuladas: «De verdad, este mundo me deja sin aliento. Me abruma. Encuentro que hay demasiada sensualidad en él, demasiada pasión, demasiada hermosura, un bombardeo de estímulos, todo eclosiona de golpe, bocas y frutos, disparando feromonas a todas horas en un estallido salvaje, no se puede abarcar tanto» p. 106. Incluso, el bocado de magdalena proustiano se sustituye en «Merecería ser domingo» por un jersey que cae volando (22) El silencio marca la estructura de este cuento (de la casa, de la calle, del mundo) reiterando la referencia a la habitación acolchada de Proust, el aislamiento, pero también, el acto de recuperación de la memoria, de viaje (otro viaje) por los recuerdos.

Cabe destacar, además, un pasaje soberbio: el trasiego de la celebración de boda en «Alrededor de la boda» que llega a aturdirnos como aquella en «Freaks» de Tod Browning y que nos lanza en medio de un centrifugado de vidas.

Sólo puedo concluir diciendo que leer a Tizón es, como lector, una experiencia extraordinaria que nadie debería perderse, como escritor, un terremoto que trastorna todos tus prejuicios. Leerle es aterrarse con la maravilla de la genialidad.

Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran ganas de cantar de bailar de recibir una bofetada o un electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia dentro y nos contentamos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro. (72)

9 comentarios:

Iván Teruel dijo...

Extraordinaria disección del libro, Rosita. Muy bien ejemplificado el análisis y muy lúcidas las conexiones que estableces entre las diferentes piezas y que revelan la sutil pero sólida cohesión del conjunto.

Yo, sin embargo, a veces he tenido la sensación, sobre todo en la primera mitad del libro, que la pirotecnia verbal no acababa de estar al servicio de la historia. Como si Tizón sintiera que cuando el cuento se le encasquilla debe hacerlo avanzar a través del despliegue de los recursos que distinguen su narrativa, de esos destellos lingüísticos y conceptuales que le confieren a su prosa esa poderosa personalidad. Lo dije en facebook: tenía la sensación de leer párrafos memorables pero cuentos que no me parecían, en su conjunto, de la misma brillantez que algunas de sus partes.

Hasta que llegué a "Manchas solares". Y después a "El cielo en casa". Y a continuación a "Nautilus". Y esos tres últimos cuentos convierten el volumen, desde mi experiencia de lectura, en algo de una categoría superior.

Abrazos.

Rosita Fraguel dijo...

Gracias Iván por leerte mi parrafada. La verdad es que es curiosa esa sensación que tenías... Meditaré, porque realmente en este libro no veía yo muchas diferencias técnicas entre los primeros y los últimos cuentos. ¿No puede ser quizá que si era tu primera lectura de Tizón has tardado un poco en participar de su voz? (hipótesis)

Anónimo dijo...

Hola, yo coincido con Iván.
También me quedó la sensación de que algunos pasajes respondían más a una preocupación por ser brillante y original que de objetivar el tema del cuento. Tizón maneja muy bien el género, pero, personalmente, aprecio más un cuentista que construye una trama donde cada frase, cada palabra es un camino hacia el tema, que aquellos que ocupan el tiempo del lector en iluminar las genialidades de su prosa.
Cuando leo, quiero emocionarme con la historia, no con las frases espléndidas de su autor. Ya lo decía Horacio Quiroga: Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. El resto es floritura. Definitivamente, esperaba más de Eloy.
Un abrazo.

Rosita Fraguel dijo...

Hola Anónimo :)

No sé si Iván y tú decís exactamente lo mismo. La escritura de Eloy está en el camino de una búsqueda literaria que no es sólo suya: la de romper las reglas para encontrar otras formas de discurso. Uno puede disfrutar más o menos de ellas, claro. Pero citas a un autor de principios del s.XX y Tizón es del s. XXI, efectivamente no pueden pretender lo mismo (y no deben).

Siento que no te haya gustado este libro que a mí me parece memorable pero lo bueno es que hay donde elegir ;)

Un saludo, seas quien seas.

Anónimo dijo...

Rosita:
entiendo lo que dices, pero pregunto, ¿qué escritor no está en búsqueda de su literatura? He citado a Horacio Quiroga, y no por ser del S.XX su recomendación deja de ser valiosa.
Un "narrador" puede hacer dos cosas con su discurso: usarlo para contar una historia o para mostrar su originalidad y asombrar al lector. Indudablemente, Eloy es brillante, sabe sacar provecho de los recursos literarios, como por ejemplo, la hipálage que mencionas: imperfección impecable , original pero consonante(la mejor que he leído es la graciosa torpeza de Borges en El Aleph). Sin embargo, cuando esa brillantez literaria eclipsa la historia, deja de estar al servicio de la trama, de señalar el tema, es floritura, pura y dura. Y esto vale para un escritor sel S.XX o del S. XXXXX.
Eloy es un escritor genial, y me encanta, pero no lo tengo en un altar. Pienso que su búsqueda debe orientarse a que su brillante escritura nunca deje de estar al servicio de la historia, a conjugar ambos aspectos, sin perder la esencia de un género tan exigente como es el cuento. Al menos yo, como lector casi exclusivo del género, no me dejo encandilar por los destellos de una prosa genial, si ello me aleja de lo que realmente importa: el tema.
Un abrazo.

Rosita Fraguel dijo...

Voy a romper mi regla de no hablar con anónimos en el blog pero es que la conversación está tan interesante (y eres un anónimo que manda abrazos, eso sólo puede ser una buena señal :) )

Vaya por delante que yo no tengo formación académica y que mucho de lo que diga estará sujeto a corrección por cualquiera con dos dedos de frente más que yo. Por otra parte, no soy tajante en mis opiniones y me gusta darles vueltas y rehacerlas a cada momento. Dicho esto…

Traslademos esta discusión a la pintura: pongamos como fecha el 1875, un año después de la exposición de los impresionistas. En esa época, surgen una serie de pintores que ya no quieren mostrar una imagen, sino, con una floritura que fue muy criticada, hacer partícipes a los visitantes de la exposición de un nuevo modo de ver. Cada uno de esos pintores buscaría después su propia voz, su propio camino, aunque compartieran en algún momento de ese aire de familia. Y en ese momento, y aún hoy, se seguían vendiendo bodegones clásicos, claroscuros barrocos, retratos manieristas… Es decir, si tomamos a todos los pintores del 1875 tenemos los que siguen haciendo obras “clásicas” y seguramente buscando su voz en esa línea (alguien con más conocimientos que yo seguro que es capaz de nombrar a algún genio de la época que siguiera esa línea) y los que clasificaron como impresionistas, que, ya digo, tenían un cierto aire de familia pero hacían cada uno cosas diferentes.

Lo que tú comentas sobre estar en “búsqueda de su literatura”, creo que es lo que yo llamo estar en “búsqueda de su voz”. Y la voz puede estar presente haciendo muchas cosas distintas: ahora me voy al cine, pero por ejemplo, Kubrick ha tocado muchos géneros y su sello es perfectamente identificable siempre.

Eloy y otros escritores no buscan su voz (ya la encontraron hace tiempo), sino que están profundizando (aire de familia) en las tendencias del posmodernismo y donde tu ves floritura yo veo una deconstrucción de la norma, un retorcer la gramática, la adjetivación, la estructura para encontrar una nueva forma de expresión. Seguramente me corregirá (bien corregida) algún académico, pero yo veo en esta línea a Vila-Matas, Hipólito G. Navarro, Bolaño, Lispector… En este caso la historia que se quiere contar no es tal cual la que se muestra, lo que se quiere contar está entre líneas. Si Monet hubiera pintado de manera más clásica la Catedral de Ruan tendríamos una imagen estupenda de la misma pero no la habríamos visto a través de sus ojos: el cómo en este caso es tanto o más importante que el qué.

Pero tienes razón, la pirotecnia tiene que estar al servicio de algo: de la emoción, llamémoslo, no historia. Yo no leo cuentos para que me cuenten historias. Historias son las que te cuenta la señora que se sienta a tu lado en el bus, la que tu vecina… pero en el terreno literario hablamos de historias ficcionales que para los que amamos la literatura conforman una realidad que se superpone a la cotidianeidad pero sin llegar a fundirse con ella. Las reglas son distintas, las posibilidades mucho más amplias.

Rosita Fraguel dijo...

Yo admiro profundamente a Eloy, pero no lo tengo un altar. Hay momentos (en Velocidad, en Parpadeos) en que, junto a rasgos de genialidad, ha flaqueado y ha dejado que la balanza técnica-emoción se desequilibre. Me parece que en Técnicas ese equilibrio está más ajustado, pero sigue siendo imperfecto (no dejes de leer, si no lo has hecho, su elogio a la imperfección en Quimera) y eso es bueno, porque sigue explorando. Si mañana saca otro libro de cuentos que no avanza más allá de Técnicas, no me parecerá tan bueno como éste y si lo hace dos veces dejo de leerle . En cualquier caso no me importarán tanto las imperfecciones como el riesgo. Esos son los libros que a mí como lectora (también casi exclusiva) de cuentos me interesan: los que van más allá. Siempre digo que “escribo para ver qué queda entre las líneas”. Es lo mismo que busco como lectora. Quiero ver la Catedral de Ruan a través de los ojos de otro, no quiero una foto realista, no me interesa un cuadro hiperrealista más allá de la anécdota de la pericia, prefiero la imperfección y el riesgo. Y claro, los derechos de los lectores son inalienables. Tú tienes el derecho absoluto de que te gusten otro tipo de autores y ya apuntas cuáles son tus argumentos. En toda esta perorata yo intento argumentar mis preferencias, el porqué me resultan tan atractivos estos autores.

Claro que hay escritores actuales a los que les importa más la historia, que desvisten la prosa de cualquier arreglo ornamental y algunos son verdaderamente geniales en ello. Pero, para mí, eso ya lo hicieron otros y aunque se distingan voces, yo me siento más atraída por los más… llámalos estrafalarios si quieres.

Ésa es mi visión de los hechos, estaré encantadísima de seguir dialogando contigo y más aún si me dices quién eres y me libras de esta curiosidad malsana ;D

Un abrazo de vuelta

Javier Ximens dijo...

Hola Rosita. Estoy leyendo el libro y en mi búsqueda de tratar de entender qué me quiere contar busco en internet para ver qué opinan otros lectores. Solo llevo leído los tres primeros y me siento hundido. Por supuesto que aprecio y disfruto de muchas de sus comparaciones y metáforas. Mi falta de formación me impide disfrutar de esos que aplaudes: pronombres desubicados, macguffin, alternancia de tiempos y personas verbales. En fin, los recursos literarios que me pasan por encima sin apreciarlo.
Me ha gustado mucho la disección que haces pues ha sido como ver un reloj desmontado. Así aprendo. Pero la mayor alegría que he recibido es leer lo que te comentan Iván y Anónimo. Me siento menos solo. Para mí tambien los recursos tapan la historia, y yo soy de pueblo y quiero que los cuentos cuenten.
Ahora seguiré leyendo los cuentos y tu análisis.
Un beso, Rosa.

Rosita Fraguel dijo...

Para mí los cuentos de este libro cuentan mucho, no me voy a repetir.

Ximens, lo de pueblo sería fingir que te gustaran sólo porque parezca que es lo que toca. Yo agradezco tu sinceridad por mucho que mi opinión sea muy distinta. Pues faltaría más, ¿no?

Y si no te gusta, déjalo y a otro libro, no te tortures hombre.

Un besazo